Pocas visiones nos emocionan tanto y nos infunden tanta paz interior como la de un firmamento sembrado de estrellas en una plácida noche de verano. Normalmente nos hacemos con una imagen mental muy global de lo que vemos: las distintas tonalidades del cielo nocturno, la distancia entre cada destello parpadeante… pero si observamos con atención veremos también una franja blanquecina de apariencia nebulosa: es la Vía Láctea.
Desgraciadamente, para quienes viven en las ciudades raramente es posible disfrutar de este bello panorama. La contaminación y las luces artificiales nos impiden contemplar las brillantes estrellas. Para verlas en su plenitud debemos acudir a una montaña o al mar en una noche despejada. Con ayuda de unos prismáticos podremos contemplar la Vía Láctea en todo su esplendor. Hoy sabemos que se sitúa en el plano central de nuestra galaxia y que está formada por más de doscientos mil millones de estrellas, polvo espacial y nubes de gas que se unen formando una inmensa espiral que gira alrededor del Sol.
Nuestros antepasados carecían de métodos científicos para conocer el sistema planetario, sin embargo desde tiempos muy remotos los hombres contemplaron las estrellas buscando en ellas sus orígenes y su destino. La astrología y la astronomía fueron objeto de estudio para civilizaciones tan antiguas como Egipto o Babilonia.
Los griegos se percataron de la existencia de la Vía Láctea. Para el filósofo Demócrito era un “conjunto de innumerables estrellas”. Para Aristóteles estaba formada por una sustancia caliente y seca, similar al gas de los pantanos.
Tiempo después Galileo fue capaz de distinguir hasta 1610 estrellas con su telecospio.
Algunas tribus como los bosquimanos Kung del desierto del Kalahari, en Botswana tenían explicaciones muy curiosas sobre la Vía Láctea. La llamaban “el espinazo de la noche” ya que pensaban que el cielo era un gigantesco animal dentro del cual vivíamos. La Vía Láctea sostenía la noche y de no ser por ella la oscuridad caería sobre nosotros.
En la Antigua China era un río por el que vagaban las almas de los muertos, mientras que para los egipcios se trataba de la continuación celeste del Nilo que regaba también las tierras de los dioses.
Sin embargo el nombre de “Vía Láctea” o “camino de leche” procede de un mito griego según el cual Zeus, el más poderoso de los dioses, tuvo un hijo con la mortal Alcmena. Este niño que se llamaba Heracles o Hércules según la tradición romana, fue colocado junto a los pechos de su esposa Hera mientras dormía para que al amamantarse de su leche consiguiese la inmortalidad. El pequeño Hércules se amamantó con tantas ansias que consiguió una fuerza extraordinaria. Pero Hera al despertarse y darse cuenta de la artimaña, apartó al niño de sus pechos con enojo, derramando parte de la leche por el cielo. Por este motivo a este conjunto de estrellas se le denominó “Vía Láctea”.
Este mismo reguero de estrellas según indica la tradición, ayudó a encontrar la tumba del Apóstol Santiago en el siglo XII. Cuenta el Códice Calixtino que el Apóstol se apareció a Carlomagno señalándole la Vía Láctea como guía para llegar hasta Compostela:
“(…) Y en seguida vio en el cielo un camino de estrellas que empezaba en el mar de Frisia y, extendiéndose entre Alemania e Italia, entre Galia y Aquitania, pasaba directamente por Gascuña, Vasconia, Navarra y España hasta Galicia, en donde entonces se ocultaba, desconocido, el cuerpo de Santiago”.
(Libro IV, 742-814).
Creamos o no en la veracidad de estas apariciones, lo cierto es que la observación de las estrellas era muy importante en la Antigüedad y en la Edad Media antes de emprender un viaje. La posición de los astros ayudaba a orientarse y era signo de ciertos presagios (la palabra “desastre” significa “sin ayuda de los astros”).
El Camino de Santiago comparte este aspecto en común con algunas de las peregrinaciones más antiguas del mundo. En muchos puntos de la ruta jacobea se conoce esta tradición a la que se añade un sentir religioso. Por ejemplo en Cedeira se conoce a la Vía Láctea como “Camiño de San Andrés” y existe en el lugar un santuario donde se dice que peregrinan las almas de los difuntos que no pudieron hacerlo en vida.
En Hechos de los Apóstoles 1,8 Jesucristo encomienda a sus discípulos llevar el Evangelio “en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”. El Apóstol Santiago fue un ejemplo de esta tenacidad. Dedicó sus últimos años a predicar la palabra de Dios en el norte de la Península pero fue decapitado por Herodes de Agripa en el 44 d.C. Sus seguidores pretendían llevar sus restos hasta ese “confín de la tierra conocida” que sabemos que en época de los romanos era Finisterre (Finis Terrae o “el fin de la tierra”). Por eso el Camino Primitivo se prolongaba más allá de Compostela, hasta la Costa da Morte, lugar donde moría el Sol fundiéndose con el océano.
La ruta jacobea tiene un origen religioso y místico. Sigue el recorrido del Sol por la Vía Láctea y está marcado por las estrellas. Según el Libro III del Liber Sancti Jacobi, el peregrinaje termina al llegar al océano. Cuando los peregrinos alcanzaban la costa, recogían conchas marinas como recuerdo de su viaje.
Los hombres antiguos observaron las estrellas y relacionaron todo aquello que consideraban señales del cielo con sus creencias y su fe. Hoy en día la mayoría de estos hallazgos se tachan de supersticiones; sin embargo el análisis del firmamento no deja de arrojar datos curiosos sobre el tema. Según los astrónomos, sobre las diez de la noche de las primeras semanas de diciembre, la constelación Cisne (también llamada “Cruz del Norte” porque está en el hemisferio norte y se parece a una cruz cristiana), se encuentra en plena franja de la Vía Láctea: una línea que parte del centro de la Tierra y pasa por Galicia entre el 20 de enero y 20 de febrero. ¿Serían estas las estrellas que siguió Carlomagno?
Os dejamos para terminar con un poema del escritor y filósofo español Miguel de Unamuno que recoge esta idea sobre el Camino de Santiago:
Camino de Santiago
Enchinarrado de estrellas.
¿a dónde llevas el alma
que se mete por tus huellas?
Das la vuelta al firmamento y
luego vuelta a la vuelta;
eres caminito, rueda.
¿Dónde tu suelo concluye?
¿Dónde la morada empieza?
¿Dónde se acaban los cielos?
¿Dónde lo que pasa queda?
Camino de Santiago
Enchinarrado de estrellas,
los peregrinos se mueren
de hambre de la última cena.